Antes de centrarme en los aspectos fundamentales de la presente misiva, y consciente de mi dificultad para expresarme en el glorioso idioma español, les ruego que me disculpen si algún fragmento del texto les resulta farragoso o directamente incomprensible. No lo hago por exonerarme de mis ineludibles responsabilidades, sino por avanzarles con satisfacción que, a Dios gracias, esta lamentable rémora que afecta a gente de mi edad y de generaciones posteriores, causada sin duda alguna por la pésima instrucción escolar que recibimos en nuestra más tierna infancia, será subsanada de inmediato mediante disposiciones dictadas por el recto proceder de quién está facultado para ello.
Nací en Alginet el año 1967. Hasta los diez años cursé estudios en el Pepita Greus, el único colegio público que había en mi pueblo. Era un colegio como Dios manda, donde nos enseñaban lo que había que aprender. Los maestros, en general, estaban muy preparados, y los métodos pedagógicos eran altamente eficientes. Por ejemplo, en segundo de lo que entonces se llamaba EGB tuvimos la suerte de tener como maestro a don Abraham, un auténtico caballero español que incluso físicamente recordaba a don Quijote. El tal don Abraham nos instruía de manera ejemplar. La primera semana de clase la dedicó a determinar de manera fehaciente la capacidad intelectual de todos y cada uno de sus alumnos. Después de tan exhaustivo proceso de análisis (a decir verdad, lo hacía a ojo de buen cubero, pero aplicando su innata e infalible intuición psicopedagógica), nos dispuso en grupos de cuatro, y nos colocó de manera que los más capacitados para el estudio ocupábamos la parte delantera del aula. A partir de la segunda semana, los dos o tres grupos que podíamos aprovechar sus sabias explicaciones, permanecimos en clase, mientras el resto (unos veinte niños de seis o siete años) salía a los campos próximos con el fin de recoger leña para que cuando llegara el frío invierno pudiésemos estar calentitos. Es decir, en los años setenta don Abraham ya incluía en su metodología lo que hoy se ha venido en llamar atención a la diversidad. ¡Aquello sí que era atención a la diversidad, y no la patraña de ahora! Además de su previsión, a don Abraham le caracterizaba su afán por enderezar el rumbo de nuestras vidas, ya que algunos llegábamos de casa un tanto descarriados. A tal efecto, cada viernes nos hacía copiar el fragmento del evangelio que se leería el domingo en la iglesia. El lunes, sin demora, se interesaba por saber quién había asistido a misa y quién no. Los ausente eran reconvenidos con unos cuantos zurriagazos, administrados por medio de una caña de bambú que nuestro añorado maestro tenía en una esquina del aula para utilizarla cuando fuera menester (que era muy a menudo). En cuanto a las materias de estudio, su metodología era también ejemplar: explicaba poco y preguntaba mucho, aplicando ya en aquella remota época lo que hoy, de forma frívola, ha venido en llamarse autoaprendizaje. Como medida correctora, a quién no había aprendido la lección que él nunca había explicado, le aplicaba la cañita de bambú sobre nalgas y posaderas. Sobre nalgas y posaderas si era posible, porque como los díscolos nunca pueden dejar de serlo, cuando veían a don Abraham levantar la vara para cumplir su ineludible obligación, se empeñaban en moverse y entorpecer la lícita acción del maestro, de manera que a veces el contacto corpovaral (y perdonen la creación léxica un tanto extemporánea) acababa produciéndose en alguna parte menos mórbida y don Abraham, involuntariamente, causaba alguna herida al inquieto educando. Previsor como era, don Abraham tenía un botiquín perfectamente equipado con agua oxigenada, algodón y mercromina, para paliar los efectos de un golpe en algún sitio inoportuno. Pero en fin, anécdotas aparte, y como de todos es sabido que la letra con sangre entra (¡y los números también!), pasamos un año muy bonito mientras crecíamos felices y nos íbamos preparando para nuestra vida de adultos.
En tercero y en cuarto no fuimos tan afortunados, porque, hete aquí que nos tocaron en suerte dos maestras, doña Remedios y doña Antonia. No lo hicieron mal del todo, pero acostumbrados a la sabiduría del antiguo maestro, las exiguas cualidades que pudieran atesorar estas dos señoritas (la primera más bien señora) nos parecieron poca cosa. Y es que de todos es sabido que no pueden ser nunca equiparables las aptitudes de un docto caballero a las de cualquier fémina, y menos a las de aquellas pobres mujeres que, al fin y al cabo, hacían lo que podían.
Cuando tenía que pasar a quinto curso llegó la debacle. El ministerio tuvo la ocurrencia de crear un colegio nuevo en la población. En realidad el edificio había sido construido para albergar un instituto, pero una vez acabado decidieron que el que quisiera cursar BUP ya tenía el de Carlet. Al fin y al cabo, la mayoría acabaríamos siendo labradores, como nuestros padres, y no hacía falta poner tan fácil el acceso a las enseñanzas medias. En definitiva, que al final decidieron reconvertir el edificio del instituto en colegio de educación primaria. Para disimular su inicial error de previsión, quisieron hacer creer que en el Pepita Greus no cabíamos. ¡Como que no cabíamos! ¡Con lo calentitos que estaban los cuarenta cuerpos y sus correspondientes cuarenta almas dentro de la misma aula, con la estufa alimentada con la leña que los compañeros menos capacitados para el estudio habían recogido las primeras semanas de curso! Y si eso no alcanzaba para hacernos entrar en calor, siempre quedaba la opción de portarse mal (a veces ni eso hacía falta) para acabar calentito por obra y efecto de la cañita de bambú. Pero en fin, quieras o no, por un caprichito ministerial, colegio nuevo y traslado de grupos y maestros. Los alumnos del Pepita Greus nos vimos obligados a disgregarnos. Más o menos la mitad no tuvimos más remedio que recalar en el que poco después se llamaría Blasco Ibáñez, pues cuando nosotros llegamos aún no tenía ni nombre.
No tenía nombre el colegio, pero sus maestros, por desgracia, sí tenían. Y cuando digo por desgracia es porque sus nombre eran engendros extravagantes tales como Vicent, Joan, Carme, o Carles. Incluso el director, con toda la desfachatez del mundo, se hacía llamar Robert. Sólo con los nombrecitos que se gastaban ya podrán ustedes intuir la catadura moral de semejantes personajes. Pero es que además, otros que tenían nombres aparentemente civilizados, como Salvador, Baltasar, Pepa o Maria Teresa, los completaban con unos apellidos con cierto tufillo subversivo que les delataba (Canet, Espert, Antich, Alós o Segarra, por poner unos ejemplos, aunque sean inventados). Es más, incluso maestros que tenían nombres y apellidos sin ningún atisbo de sospecha como Antonio Carrión o Luis Ordás (nombres también fruto de mi imaginación) parecía que habían perdido la chaveta, y a pesar de hablar siempre en castellano porque no dominaban el espurio dialecto que se empeñaban en usar sus compañeros de claustro, eran conniventes con su actitud, e incluso permitían a sus alumnos usarlo con total naturalidad.
Cuando ingresé en dicho colegio corría el año 78. Los maestros en cuestión no seguían los métodos que tan buenos resultados nos habían dado en cursos precedentes, sino que los cambiaron por otros que decían que eran más modernos. Se empeñaban en hacernos pensar, en prepararnos para que el día de mañana fuésemos, según sostenían de forma vehemente, personas libres y con criterio... ¡Imagínense! Pero lo peor aún no eran semejantes majaderías, sino que, aunque por aquel tiempo todavía no existían las líneas en valenciano ni todas esas mandangas que llegaron poco después, los maestros se empeñaban en hablar dicho dialecto... ¡incluso dentro de clase! Sí, sí, créanselo: explicaban matemáticas, e historia, y ciencias naturales y dibjuo y todo... ¡en valenciano! En vez de dedicar el tiempo a cosas de provecho, como el español o el inglés... Y hablando de inglés, el maestro de esta asignatura era de los peores. Se llamaba Joan Campos Aucejo, y a pesar de sus apellidos tan aparentemente inocuos, era uno de los elementos más subversivos. Fuera del aula siempre hablaba en valenciano, y dentro en inglés. ¡Todo en inglés! No daba clase. No enseñaba qué es un sujeto o un predicado o un objeto directo, como necesariamente se ha de hacer cuando quieres que alguien aprenda una lengua. ¡No! Se metía en el aula, empezaba a hablar sin ton ni son, siempre en inglés, y además pretendía que los alumnos habláramos también en esa lengua. ¡Pero si era él el que tenía que enseñárnosla, y no lo hacía! Fruto de ello, acabamos el octavo curso muy preocupados, conscientes de que los que siguiéramos estudios tendríamos muchas dificultades para superar esa asignatura. Por suerte, cuando llegamos al instituto de Carlet sacamos el inglés con la gorra durante los tres cursos de BUP, porque allí era mucho más fácil y además, incomprensiblemente, los alumnos del Blasco Ibáñez teníamos un nivel muy superior a los del resto de colegios. Seguramente en estos otros colegios también habían tenido profesores de inglés muy malos, y por alguna causa inexplicable a nosotros se nos daban muy bien los idiomas.
Pero sin querer he adelantado acontecimientos. El caso es que fruto de todas las sinrazones que les acabo de enumerar, la formación académica que recibimos en ese simulacro de colegio fue tan nefasta que años después nos vimos impedidos de encontrar trabajos cualificados. Actualmente miro a mi alrededor y observo con desazón cómo los que entonces éramos niños inocentes y manipulados por la mente desequilibrada de los maestros que nos habían tocado en suerte, nos hemos visto abocados a ser comerciantes, labradores, maestros, abogados, empresarios, economistas, trabajadores de la industria.... Algunos incluso han tenido que emigrar para poder ganarse el pan como periodistas en Barcelona, como músicos en Badajoz, como profesores universitarios en Madrid, e incluso uno, el pobre, ha tenido que optar por salir al extranjero para ejercer como responsable de verificaciones de lanzaderas espaciales en una empresa del sector aeronáutico. Hace un tiempo lo encontré y me dijo que se ganaba la vida haciendo volar cohetes, y me alegré pensando que se había labrado un porvenir como pirotécnico. Pero no, el pobre no era tan afortunado como creía, y ha corrido la misma suerte que el resto.
Hace un par de años, cuando tenía que matricular a mi hijo en un centro educativo, tenía claro que iría a cualquier colegio menos al Blasco Ibáñez, habida cuenta de la nefasta experiencia personal que viví en dicho centro. Como padre responsable, me interesé por las características del resto de colegios públicos de la población (que ahora ya eran tres) y me informaron que, por desgracia, las cosas estaban muy mal en todos ellos. Pregunté por don Abraham, y me dijeron que había muerto hacía unos veinticinco años, y que con la desaparición de prohombres como él la entelequia de la educación en valenciano y esas manías por inocular el pernicioso germen de la libertad y el espíritu crítico se había extendido a todos los centros de educación. Después de pensarlo largamente, decidí que más valía malo conocido que bueno por conocer, y con todo el dolor de mi corazón acabé matriculando al niño en el Blasco Ibáñez, el colegio donde tan mal me trataron. Como queda cerca de casa...
Nada más retomar el contacto con mi antiguo colegio percibí que la cosa estaba peor si cabe de lo que me habían pintado. De los maestro que yo tuve hace treinta años no quedaba ninguno, pero las cosas habían cambiado poco. El director ya no se llama Robert, pero se llama Enric, y no sé que es peor. Los maestros ya no son Vicent, Joan, Baltasar, Salvador, ni Teresa, pero los de ahora, que podrían llamarse, pongamos por caso, Rosa, Maria José, Sílvia, Maria, Carolina, Mariano, Euge, Inés, Fina, José Ramon, Amparo, Loli o Kiko, están imbuidos de las mismas ideas absurdas que sus predecesores, y dicen sin vergüenza alguna que intentan que los niños crezcan aprendiendo en libertad, que quieren que sean felices, que piensen y tenga una postura crítica, y bla, bla, bla. Claro, tantos años comiéndoles el coco, al final han acabado peor que los antiguos, que ya es decir.
Casi dos años después, los peores presagios se han cumplido. Mi hijo va al colegio contento. ¡Ya ves, contento al colegio! Cuando hay vacaciones protesta porque quiere ver a sus amigos y a sus amigas, echa de menos a su maestra; cuando vuelve se le ve feliz... ¡Claro! ¡Cómo no va a estar feliz, si se pasa el día jugando y le dejan hacer lo que le da la gana! Si no es que le dejen hablar valenciano en el colegio, ¡es que además continúan dando las clases en dicho engendro lingüístico! Pero lo que es aprender... Bueno, la verdad es que aprender, aprende mucho, pero sólo porque el niño es espabilado, no por las sandeces que le obliga a hacer su profesora.
Hace pocos días un rayo de esperanza se ha abierto en el cielo. El gobierno valenciano (que maldita la falta que hace, un gobierno valenciano, pero en fin...) ha decidido cortar de raíz ese modelo escolar que tan nocivas consecuencias ha tenido en la formación de los jóvenes desde hace treinta años. Por fin han decidido erradicar del sistema esa lengua absurda que no sirve para nada, excepto para provocar que ahora mismo, los que estamos en la franja de edad que va desde los cinco hasta los cuarenta años, tengamos tantísimas dificultades para poder expresarnos en castellano con un mínimo de dignidad. Estoy completamente de acuerdo con acabar con treinta años de sinrazón. Sí, ya sé que de cara a la galería tienen que hacer el paripé y decir que la medida no va contra el valenciano, que esta lengua (por llamarla de alguna manera) tendrá una presencia significativa en las aulas de nuestros colegios, y otras bobadas por el estilo. Pero espero que, como todos tenemos en mente, esto no sea más que una excusa para conseguir el objetivo que sin duda se persigue: erradicar ese dialecto abyecto de nuestro sistema escolar, y si puede ser extender la medida al resto de la sociedad, para poder imponer sin cortapisas nuestro noble español, un idioma imperial que hemos de hablar con orgullo y en exclusiva en todos los rincones de nuestra patria.
Espero, así mismo, que las reformas en materias de educación sean aún de más calado, y además de a la lengua vehicular de la enseñanza afecten a otro tipo de planteamientos pedagógicos que recojan inequívocamente la esencia de la educación en España. Incluso estoy dispuesto a sufragar económicamente todas las mejoras que se puedan introducir en el sistema. Dicho de otra manera, que si algún maestro quiere una caña de bambú, se la pago yo. Y el que esté contra las cañas, a la puta calle, que funcionarios sobran la mitad.
Sin otro particular, se despide de ustedes atentamente:
Urbà Lozano Rovira
PD: el nombre un tanto extraño que encabeza mi rúbrica es un efecto colateral de las macabras presiones recibidas en mi infancia, pero esta mácula, indeleble a estas alturas de la vida, no les debe llevar a engaño a la hora de considerarme un ferviente defensor de las esencias patrias.